lunes, 28 de mayo de 2012

¿Somos o no somos salvajes? El matrimonio duradero de Roman Polanski con el poder del ahora (I)


Las relaciones de Roman Polanski con el Teatro se remontan a los orígenes profesionales del cineasta, cuando previamente al desarrollo de sus primeros cortometrajes en los años ´50, devaneaba con los escenarios ejerciendo como actor teatral.
 
Polanski, parece que de algún modo siempre tuvo en mente la marcada vinculación existente entre el Cine y el Teatro, como lenguajes dramatúrgicos que ambas artes son, donde en los cuales, siguiendo a Aristóteles, se reproduce y representa una acción humana, a lo que podemos añadir que esa representación se hace para ser vista y oída.  

En tres ocasiones el genio polaco ha acercado a nuestras pantallas adaptaciones cinematográficas de obras teatrales, llevándonos paternalmente de la mano al teatro, dentro de sus posibilidades, consciente de nuestra mayor accesibilidad material en los tiempos que corren al género fílmico. El primero de esos acercamientos tuvo lugar con Macbeth (1971), donde Polanski se atrevería con uno de los grandes, Shakespeare, a quien por otro lado ya había hincado el diente adaptando la misma obra Orson Welles en los años ´40; a esta adaptación de Polanski dedicaré otra entrada en el blog próximamente.
 
El siguiente cortejo que Polanski le hizo al teatro se plasmó en La muerte y la doncella, de la que largamente hemos hablado en estas terceras jornadas de Literatura y Cine, y en las que el director nos haría empatizar emocionalmente con el torturador que fue el doctor Roberto Miranda, invitándonos a interesarnos por este «antipático» personaje y con su compleja problemática.

Finalmente, el último hijo fértil en ideas, muy connotativo, de Polanski con las tablas ha sido Un dios salvaje, del año 2011. Esta pequeña joya cinematográfica basada en el texto dramático homólogo de la escritora francesa Yasmina Reza, conforma un magnífico ejemplo de cómo una obra dramática interesante que encierra una buena historia puede multiplicar su trascendencia, puede transmutarse en brillante, al ser llevada a la escena, o en este caso a la pantalla, por un magnífico equipo de profesionales; en el caso de Un dios salvaje no podemos dejar de elogiar no sólo a un excelente director, sino a un admirable  elenco de actores y a un inestimable director de fotografía, entre otros. 

A mi parecer, una buena baza con la que ha contado Polanski en sus últimos proyectos asentados en obras dramáticas, ha sido el hacer partícipes en el apartado “guión” a los propios dramaturgos, lo que le ha permitido mantener la esencia original de los textos. En el caso de Un dios salvaje el material primigenio se mantiene en gran medida virgen en la adaptación cinematográfica, a excepción de muy leves desordenaciones en los diálogos, a lo que se suma algún añadido y recorte, cambios de nombres de los personajes y la más relevante introducción de sendas escenas a modo de preludio y epílogo, que no están presentes en la obra de Reza y que aportan una nueva significación a la película. Asimismo, mientras en la adaptación cinematográfica Polanski opta por el espacio urbano de la ciudad de Nueva York, originariamente la obra acontece en París. 

La película Un dios salvaje introduce a dos parejas adultas y burguesas, Penélope y Michael, versus Alain y Nancy, que se reúnen en casa de los primeros para buscar civilizadamente solución a un conflicto: Zachary, el hijo de la segunda pareja, ha atizado con un palo a Ethan, el hijo de la primera, y le ha roto dos dientes. Partiendo de esta situación, en el marco de una atmósfera seria, cordial y tolerante —en palabras de Reza—, paulatinamente los personajes se van quitando las máscaras para revelar sus contradicciones, flaquezas, su verdadera intransigencia, y todo un amplio abanico de miserias humanas al ritmo en que crece la tensión argumental dominada por las fricciones entre los personajes; a través del diálogo emerge paulatinamente la pregunta cardinal que ocupa a la dramaturga, y que tiene encandilada al director polaco, tal y como demostró también en La muerte y la doncella: ¿cuál es la verdadera naturaleza, la verdadera condición del ser humano?


Los personajes de Un dios salvaje son de una gran riqueza de matices; Penélope —encarnada por la sobresaliente Jodie Foster—, la aparentemente conciliadora y pacifista  madre de Ethan, va revelándose gradualmente como una maniaca intolerante e impositiva, hiperbólica y victimista, que acaba volviéndose violenta y gritona. Su marido, el contemporizador Michael —interpretado por John C. Reilly— procura mantener las formas hasta que acaba exponiendo lo harto que está de tanta compostura, y de soportar a su mujer. Esta pareja, a mi parecer representa lo que Sarmiento en el Facundo llamó “civilización”, en el sentido de que se sitúan moralmente en una élite desde la que se permiten aleccionar a la otra pareja sobre cómo deben educar a su hijo y sobre cómo se debe resolver un conflicto de estas características (creen en “el poder pacificador de la cultura” en palabras de Penélope), en el marco de los valores políticamente correctos de la sociedad occidental. Por su parte, la pareja formada por Alain —Christoph Waltz— y Nancy —Kate Winslet— serían los representantes de la “barbarie” sarmientina, los salvajes iniciales.

Nancy, la hiperrealista Kate Winslet, que en un principio se muestra cuasi avergonzada de la actitud de su hijo y procura suavizar asperezas, poco a poco va tomando conciencia de lo relativo de su culpabilidad, mientras que Alain, su marido, desde los inicios de la obra, el personaje más abiertamente honesto,  no se deja comer terreno  por la otra pareja en su aleccionamiento, y pronuncia algunas de las claves de la obra, para finalmente acabar desolado por el ahogamiento intencionado de algo tan nimio como su móvil, al que vive pegado, y que su mujer exhausta echa dentro de un florero lleno de agua.

Cabe hacer mención a los añadidos de Polanski al inicio y al final de la película; al principio nos presenta a modo de prólogo y en plano fijo, el momento en que Zachary pega con un palo a Ethan en el parque, y al final de la película, a los mismos niños tan amigos en el mismo parque, mirando juntos el móvil de uno de ellos, de lo que deducimos la estupidez de las parejas de adultos, otorgando tanta importancia a un nimio asunto que los niños bien podían solucionar ellos mismos fácilmente.


En cuanto al espacio de la película, todo transcurre en la casa de Penélope y Michael, en cuyas estancias Polanski da habitual movimiento a sus personajes, sin permitirnos distraernos del diálogo, pero sin dejar que nos aburramos. Con gran inteligencia introduce elementos de tensión, como la presencia puntual de un vecino cotilla, o de un ascensor cuyas puertas se abren y se cierran impertinentes, aunque lo más interesante es la sutil presencia de un espejo en el salón, que metafóricamente devuelve a los personajes la imagen de lo que realmente son.

La calidad de la obra de Reza reside en su capacidad de igualar a los personajes en su «salvajismo», independientemente de sus pretensiones, en su hipocresía, estupidez, cinismo o mezquindad. Algunos temas vertebrales y sugeridos son la guerra de sexos, el alcance de la inocencia y la culpabilidad o el cuestionamiento del perspectivismo que criminaliza a víctimas y verdugos bajo códigos dudosos. Yasmina Reza nos recuerda que somos animales, y que nuestros instintos viscerales nunca han desaparecido, sólo se mantienen bajo control. Curiosamente estos mismos temas ocupaban a Dorfman y Polanski ampliamente en La muerte y la doncella; en palabras del político Sarmiento: “Esa es la cuestión, ser o no ser salvajes”.

Isabel Moreno Caro

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