Las relaciones
de Roman Polanski con el Teatro se remontan a los orígenes profesionales del
cineasta, cuando previamente al desarrollo de sus primeros cortometrajes en los
años ´50, devaneaba con los escenarios ejerciendo como actor teatral.
Polanski, parece
que de algún modo siempre tuvo en mente la marcada vinculación existente entre
el Cine y el Teatro, como lenguajes dramatúrgicos que ambas artes son, donde en
los cuales, siguiendo a Aristóteles, se reproduce y representa una acción
humana, a lo que podemos añadir que esa representación se hace para ser vista y
oída.
En tres
ocasiones el genio polaco ha acercado a nuestras pantallas adaptaciones cinematográficas
de obras teatrales, llevándonos paternalmente de la mano al teatro, dentro de
sus posibilidades, consciente de nuestra mayor accesibilidad material en los
tiempos que corren al género fílmico. El primero de esos acercamientos tuvo
lugar con Macbeth (1971), donde
Polanski se atrevería con uno de los grandes, Shakespeare, a quien por otro
lado ya había hincado el diente adaptando la misma obra Orson Welles en los
años ´40; a esta adaptación de Polanski dedicaré otra entrada en el blog
próximamente.
El siguiente
cortejo que Polanski le hizo al teatro se plasmó en La muerte y la doncella, de la que largamente hemos hablado en
estas terceras jornadas de Literatura y Cine, y en las que el director nos
haría empatizar emocionalmente con el torturador que fue el doctor Roberto
Miranda, invitándonos a interesarnos por este «antipático» personaje y con su
compleja problemática.
Finalmente, el
último hijo fértil en ideas, muy connotativo, de Polanski con las tablas ha
sido Un dios salvaje, del año 2011. Esta pequeña joya
cinematográfica basada en el texto dramático homólogo de la escritora francesa
Yasmina Reza, conforma un magnífico ejemplo de cómo una obra dramática
interesante que encierra una buena historia puede multiplicar su trascendencia,
puede transmutarse en brillante, al ser llevada a la escena, o en este caso a la
pantalla, por un magnífico equipo de profesionales; en el caso de Un dios salvaje no podemos dejar de
elogiar no sólo a un excelente director, sino a un admirable elenco de actores y a un inestimable director
de fotografía, entre otros.
A mi parecer,
una buena baza con la que ha contado Polanski en sus últimos proyectos
asentados en obras dramáticas, ha sido el hacer partícipes en el apartado
“guión” a los propios dramaturgos, lo que le ha permitido mantener la esencia
original de los textos. En el caso de Un
dios salvaje el material primigenio se mantiene en gran medida virgen en la
adaptación cinematográfica, a excepción de muy leves desordenaciones en los
diálogos, a lo que se suma algún añadido y recorte, cambios de nombres de los
personajes y la más relevante introducción de sendas escenas a modo de preludio
y epílogo, que no están presentes en la obra de Reza y que aportan una nueva
significación a la película. Asimismo, mientras en la adaptación
cinematográfica Polanski opta por el espacio urbano de la ciudad de Nueva York,
originariamente la obra acontece en París.
La película Un dios salvaje introduce a dos parejas
adultas y burguesas, Penélope y Michael, versus Alain y Nancy, que se reúnen en
casa de los primeros para buscar civilizadamente solución a un conflicto:
Zachary, el hijo de la segunda pareja, ha atizado con un palo a Ethan, el hijo
de la primera, y le ha roto dos dientes. Partiendo de esta situación, en el
marco de una atmósfera seria, cordial y
tolerante —en palabras de Reza—, paulatinamente los personajes se van
quitando las máscaras para revelar sus contradicciones, flaquezas, su verdadera
intransigencia, y todo un amplio abanico de miserias humanas al ritmo en que
crece la tensión argumental dominada por las fricciones entre los personajes; a
través del diálogo emerge paulatinamente la pregunta cardinal que ocupa a la
dramaturga, y que tiene encandilada al director polaco, tal y como demostró
también en La muerte y la doncella:
¿cuál es la verdadera naturaleza, la verdadera condición del ser humano?
Los personajes
de Un dios salvaje son de una gran
riqueza de matices; Penélope —encarnada por la sobresaliente Jodie Foster—, la
aparentemente conciliadora y pacifista madre
de Ethan, va revelándose gradualmente como una maniaca intolerante e impositiva,
hiperbólica y victimista, que acaba volviéndose violenta y gritona. Su marido,
el contemporizador Michael —interpretado por John C. Reilly— procura mantener
las formas hasta que acaba exponiendo lo harto que está de tanta compostura, y
de soportar a su mujer. Esta pareja, a mi parecer representa lo que Sarmiento
en el Facundo llamó “civilización”,
en el sentido de que se sitúan moralmente en una élite desde la que se permiten
aleccionar a la otra pareja sobre cómo deben educar a su hijo y sobre cómo se
debe resolver un conflicto de estas características (creen en “el poder
pacificador de la cultura” en palabras de Penélope), en el marco de los valores
políticamente correctos de la sociedad occidental. Por su parte, la pareja
formada por Alain —Christoph Waltz— y Nancy —Kate Winslet— serían los
representantes de la “barbarie” sarmientina, los salvajes iniciales.
Nancy, la
hiperrealista Kate Winslet, que en un principio se muestra cuasi avergonzada de
la actitud de su hijo y procura suavizar asperezas, poco a poco va tomando
conciencia de lo relativo de su culpabilidad, mientras que Alain, su marido,
desde los inicios de la obra, el personaje más abiertamente honesto, no se deja comer terreno por la otra pareja en su aleccionamiento, y
pronuncia algunas de las claves de la obra, para finalmente acabar desolado por
el ahogamiento intencionado de algo tan nimio como su móvil, al que vive
pegado, y que su mujer exhausta echa dentro de un florero lleno de agua.
Cabe hacer
mención a los añadidos de Polanski al inicio y al final de la película; al
principio nos presenta a modo de prólogo y en plano fijo, el momento en que
Zachary pega con un palo a Ethan en el parque, y al final de la película, a los
mismos niños tan amigos en el mismo parque, mirando juntos el móvil de uno de
ellos, de lo que deducimos la estupidez de las parejas de adultos, otorgando
tanta importancia a un nimio asunto que los niños bien podían solucionar ellos
mismos fácilmente.
En cuanto al
espacio de la película, todo transcurre en la casa de Penélope y Michael, en
cuyas estancias Polanski da habitual movimiento a sus personajes, sin
permitirnos distraernos del diálogo, pero sin dejar que nos aburramos. Con gran
inteligencia introduce elementos de tensión, como la presencia puntual de un
vecino cotilla, o de un ascensor cuyas puertas se abren y se cierran
impertinentes, aunque lo más interesante es la sutil presencia de un espejo en
el salón, que metafóricamente devuelve a los personajes la imagen de lo que
realmente son.
La calidad de la
obra de Reza reside en su capacidad de igualar a los personajes en su
«salvajismo», independientemente de sus pretensiones, en su hipocresía,
estupidez, cinismo o mezquindad. Algunos temas vertebrales y sugeridos son la
guerra de sexos, el alcance de la inocencia y la culpabilidad o el cuestionamiento
del perspectivismo que criminaliza a víctimas y verdugos bajo códigos dudosos. Yasmina
Reza nos recuerda que somos animales, y que nuestros instintos viscerales nunca
han desaparecido, sólo se mantienen bajo control. Curiosamente estos mismos temas
ocupaban a Dorfman y Polanski ampliamente en La muerte y la doncella; en
palabras del político Sarmiento: “Esa es la cuestión, ser o no ser salvajes”.
Isabel Moreno Caro
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