Como si
fuera una chiquilla. Como si de repente no existiera el presente, ni el aquí.
Como si la alfombra de Al- Addin me hubiese transportado a otro tiempo, a otra
dimensión sin materia. Donde no es preciso el cuerpo, donde se puede flotar en
la ingravidez del éter. Los amantes, en éxtasis, emprenden el vuelo, fusionados
en uno solo. En un principio, todo era palabra, maravilloso hechizo.
Así me
he sentido contemplando la versión filmada por Jean Cocteau del cuento de
Jeanne- Marie Le Prince de Beaumont. La autora de La bella y la bestia hizo un
favor al cine proporcionándole uno de los argumentos universales más hermosos
del arte: el amor mueve montañas, y torna lo prosaico en poesía. La mirada enamorada
transforma y quema, destruyendo y traspasando apariencias y nombres que no
significan si no son significados a través de la conceptualización del amado,
convertido en un ser hermoso en tanto deseado. Los ojos no sólo recrean,
engendrando belleza, sino que crean un todo intencionado, dotado de dimensión
teleológica: pienso, luego existo, y existo porque amo y alguien me pronuncia
en sus sueños.
El
cinematógrafo, preñado de lirismo, rompe aguas y prenda al transeúnte con la
magnificencia de un atardecer nuevo sobre las viejas ciudades. Rumor de agua en los tejados; la lluvia que
cala, una vez más, sobre los mismos rostros, que nunca más volverán, empero, a
ser los mismos. Vórtices de infinito abriendo sus fauces negras como las de la
bestia. Brazos articulados agitando en el aire sus dedos sobre llamas que
conducirán a la princesa hasta el corazón del castillo. Y una rosa que palpita
de pasión por su señor y dueño. ¡Qué ocurrencias tiene la vida, allende la
oscuridad, en la pantalla! También de amor mueren los monstruos de celuloide.
El
cine-cuento es espectáculo delicioso, como una música tibia nacida del corazón
y criada con el alimento del alma. Un cine-arte que hunde sus raíces en el
cine-magia de Meliès y en el cine-forma de Epstein. Un cine loco, desbordado,
barroco y elefantiásico, a medias surrealista, por entero decadente; así ya no
se hacen películas, porque su argumento, trasunto de una ingenuidad que nuestra
sociedad ultramoderna ya ha perdido, no vende. Sangre, tiros, traiciones y mentiras:
queremos un cine-espejo, reflejo de nosotros, que nos muestre nuestra imagen
cruda, de sopetón y sin misterios. Estamos curados de espantos y, cuando nos
apetece terror, simplemente tenemos que encender la televisión y ver un rato el
noticiario. Nos rodean la violencia, la muerte, el odio interracial, la
ambición por apropiarse de lo que se supone propio y el saqueo de lo que
debería ser ajeno. La injusticia pulula por doquier. ¿Para qué andarnos con
zarandajas? La humanidad ya no es un niño de pecho que se duerme al calor de
las historias, junto al fuego. Crecimos. En estatura, en crueldad.
Por eso el cine-cuento, para nuestra desgracia,
tiene los días contados. Cocteau, como Segismundo, imaginó que otro mundo era
posible, pero ambos se engañaban. Cuando terminó la proyección desperté,
angustiada, a la oscuridad de mi celda: manos y pies, nacidos libres, ahora
encadenados; un plato con pobres viandas; ventana guarecida de barrotes para
impedir mi fuga; por única luminaria, la luna. Y mi lamento furibundo,
desconsolado ante la inquina y la barbarie de quienes se llaman, a sí mismos,
hombres:
Ay mísera de mí, ay infelice...
Francisca Castillo
1 comentario:
Qué bellas palabras, qué bien dicho todo. Gracias por poder leer lo que siento y no puedo escribir.
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