Unos labios que se abren, un
dedo que roza la piel elegida, unos ojos que devoran a otros ojos mientras
miran... “El erotismo es ver la pluma; la pornografía la gallina completa”,
dice Isabel Allende en Afrodita. El
cine de nuestros días lleva inscrito en su argamasa de celuloide el santo y
seña de la sensualidad. Un atavismo escondido en frágiles gestos, apenas
despuntados, que sin embargo llenan con su gozo las sombras de la pantalla. No
es necesario que el cineasta confeccione una prolija muestra de formas de
desear o ser deseado, sino tan sólo que nos enseñe, velado, un trozo del camino
que recorrerán nuestros sentidos. Orson Welles lo supo hacer en su versión
televisiva de Una historia inmortal,
el cuento de Isak Dinesen, la odiseica baronesa que tanto sabía sobre el amor y
sus trampas, y que legó a la posteridad, para deleite de los lectores, el
universo triangular de sus Memorias de
África.
Wells trabaja el texto de
Dinesen con la pericia del cinéfilo devorador de libros, y desnuda del texto lo
inmortal para quedarse, simplemente, con la historia. Porque en el cine lo
inmortal es superfluo y lo que importa es vivir para contarla. En el centro de
la habitación a oscuras, Paul y Virginia son seres de carne y hueso, cuya
realidad apabullante destruye el mito de los amantes pero a la vez lo dulcifica
con una expresividad del todo humana; materializar las palabras del relato
significa singularizar a los héroes y poner rostro a los villanos. En este
plano la imaginación penetra por estrechas rendijas: el realizador poco ágil
hubiera masacrado el original sustituyendo la atmósfera misteriosa y
orientalizante del cuento por el morbo del cuerpo contra cuerpo. Welles, en
cambio, corrió las cortinas y abrió el diafragma de la cámara, para que entrase
sin llamar la luz y dibujara contornos y
convirtiera la realidad en mera copia de otra realidad mayor y superpuesta: la
de mentira. Manos que son pupilas y bocas que son ecos de nombres susurrados
trazan confusamente relieves de amantes gigantescos fuera de los que no existe el
mundo, porque han creado en su alcoba el paraíso. La algarabía del éxtasis no
se extingue, porque al llegar el alba guardan los pliegues de las sábanas el
calor de la noche. Azul como el mar es la esperanza del reencuentro, y no gris
como la vida. La sensación mínima será recordada por la pobre Virginia por el
canto de la caracola, metáfora fósil de un placer nunca antes vivido, de cósmicas
dimensiones.
Es preciso que la imagen
sugiera para no mixtificar la sensualidad y convertirla meramente en sexo, pero
al cine le cuesta sudor y lágrimas no mostrar lo que está contando. El vicio de
la ocultación, que tan bien se le da al cuento ˗el
escritor escamotea para que el lector imagine˗ no va
mucho con los modos de narrar del séptimo de los artes. De ahí el doble mérito
de Welles al elegir a Dinesen como su cicerone literaria por los vericuetos de
la erótica: toma la pluma mojada en tinta y mata de un plumazo a baronesa y a
gallina.
¡Qué calor hace esta noche!
Mejor irse quitando la ropa... ¿Vamos?
Francisca Castillo
Francisca Castillo
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