Aún conservan mis papilas
gustativas el buen sabor de boca que me dejaron, hace milenios, los episodios
de La dimensión desconocida. Llevaba yo entonces más tiempo
perteneciendo al universo, en forma de idea absoluta, que a mis congéneres en
la tierra. Por eso, cuando me sentaba frente a la pantalla, y contemplaba las
llanuras siderales y los mares de la calma en las lunas de Júpiter y Marte, me
sentía como en casa.
Hoy, casi treinta años después
de aquellos viajes astrales, cuando áun escucho en el viento los sones de la
sinfonía cósmica de la que mi ser proviene, me envuelve una sensación extraña,
inédita, como aquel entonces. Dejà vecu.
Tanto y tan intenso es el
poder de un relato para despertar el alma primitiva que mora en el ser humano,
desde el principio de todos los principios. Como si una memoria antigua,
preternatural, se guardase en los genes y evolucionase con ellos, y hubiera
sido enhebrada al calor de las fogatas, en la boca de las cavernas, allá en el
amanecer de la historia de los hombres.
Despiertan en mí esos relatos
ficciones de otra vida, de otro cuerpo, quizás de otros mundos, en lejanas
galaxias. Quizás Dios exista, y crea en mí aunque yo en él tenga mis dudas. Un
padre eterno que inventó el cuento más hermoso: la Creación.
Navegan, como naves nodriza,
mis ojos por los textos que dieron pie a algunos de los más atrevidos episodios
de La dimensión desconocida. Una indicación suya basta para deshacer
todo el entuerto encerrado en el misterio de las estrellas, para convertir la
claridad en sombras. Breve latido. Mortal intensidad. Apocalipsis.
Cuando sienta que el abismo me
llama, cuando esté a punto de regresar al lugar del que vengo, y dejen de tener
sentido los segundos (anatomía del fugaz instante) penetraré en una geografía
nueva, hecha de luz y de palabras. Tendré, llegado el momento, preparada la
maleta del último viaje: mi harapiento traje hecho con versos de Homero, el par
de mudas verdes confeccionadas con cuentos de Chejov y, cómo no, mi viejo guardapolvo estampado con patrañas de
Rod Serling.
Francisca Castillo
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