Un señor muy viejo con unas alas enormes es uno de los mejores cuentos que me ha contado Gabo. Comienza sumergiéndome en una atmósfera lúgubre y acuática, en donde los personajes, como los protagonistas del diluvio bíblico, luchan por zafarse de los desechos que la marea vomita en las costas. Después me lleva de la mano, como siempre que Gabo me cuenta un cuento, al territorio mágico en donde su dominio creativo explota a través de un lenguaje denso, estremecido por los vaivenes de la Underwood parisina: parece como si me hablara desde el barrio de Montmartre aquel joven soñador de ojos negros y bolsillos vacíos, mucho, mucho antes de subir al Parnaso de los laureados con el Nobel. Y que me susurra muy bajo, al oído: “Escribí esta milonga para vos, mi reina”. Y también yo, como las teclas de la máquina, toda entera me estremezco…
Pero Birri me ha estropeado para siempre la sensación primera de saltar con el corazón en la boca la frontera entre la fábula y lo cotidiano, allá en la tierra de nadie donde mi imaginación se siente tan libre por la vastedad de sus fronteras. La película no solo es aburrida, sino también - los dioses me perdonen, pues no me gusta criticar a nadie sin causa probatoria- malintencionada y chabacana.
No hay delito sin dolor. Y aquí hay tanto de esto último que bien podríamos apelar al derecho procesal para hablar de crimen de lesa majestad. Crimen… y castigo para los pobres espectadores y sus defraudadas expectativas. Ahórrense el esfuerzo de intentar siquiera sentarse a contemplar esta réproba muestra de supuesta fidelidad a un texto sublime, que de muy poca cosa es culpable y, que por consiguiente, no debería por nada de este mundo subirse al banquillo de los acusados. Mejor sería preguntar a Gabo si la noche de autos tenía alguna coartada, porque resulta que asesoró a Birri sobre la historia. Ello demuestra, una vez más, que la brillantez de un escritor no siempre es garantía de que lo vaya a bordar bajo la presión de la claqueta. Esto me recuerda el patinazo que Steinbeck tuvo con Hitchcock a propósito del guión de Náufragos; está claro que donde hay patrón no manda marinero. Pero el caso Birri es algo distinto: el barco navega sin gobernalle y así todos los proyectos, por lindos que sean en teorema, se van a pique.
Toca, pues, pedir cuentas. Si acaso Birri actuó de mala fe, solicitemos la perpetua. El señor García Márquez carece de antecedentes, y se librará de momento. Pero, por amor del cielo, si otra vez vuelve a las andadas, no tengan misericordia. Disparen, a bocajarro y vuelapluma, directamente contra el guionista.
Francisca Castillo
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