Vincent (1982), el primer
corto animado de Tim Burton, es un canto de pasión, el primero, a los
cuentos de Poe. Y en más de un sentido. Apenas seis minutos bastan al
inclasificable, barroco y fecundo realizador para evocar la estética de Entierro
prematuro, Berenice o El cuervo: la torva, la siniestra
oscuridad poblada de voces, de gritos, de susurros que, entrelazados,
desencadenan un triste graznido: ¡Nunca más!
Vincent Malloy (años: siete, la
edad de la razón) quiere ser como su tocayo, el gran Vincent Price, pero
tiene un toque de jovencito Frankenstein quien, al envejecer, engendraría
a Eduardo Manostijeras y le daría un corazón humano…Deus ex machina. Era
1990 y eran Burton y Price. Y el mundo por montera. Verónicas, pasodoble y
Johnny. Olé.
Sí, Burton y Price. El primero
contó con el segundo para narrar el corto, un corto rimado, o sea, que
Price se recitó. Vamos, que se dio un homenaje a sus magníficamente
llevados setenta (la edad de la razón, ¡por diez!) y con motivo celebraba
sus bodas de plata con Roger Corman (otro adorador del de Boston) con un
poco de adelanto, eso sí, para saborear lentamente las mieles del triunfo,
y su regusto le dejaría buen sabor de boca una década más.
Duradero el elixir cuando se
hace lo que se ama, y se ama lo que se hace…
Por Paqui Castillo Martín
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