miércoles, 11 de mayo de 2011

Ernest Hemingway


Ponemos a vuestra disposición el relato Los asesinos (The killers) de Ernest Hemingway que sirvió como punto de partida para la película Forajidos de Robert Siodmak.



Los asesinos (The killers)
Ernest Hemingway

La puerta del restaurante Henry se
abrió y entraron dos hombres que se
sentaron ante el mostrador.
-¿Qué les sirvo? –preguntó George
-No sé –contestó uno de ellos-. ¿Qué
quieres comer, Al?
-No sé –dijo Al-. No sé lo que quiero
comer.
Afuera aumentaba la oscuridad. Las
luces de la calle se veían por la ventana.
Los hombres leían el menú. Nick
Adams los miraba desde el otro lado del
mostrador. Cuando ellos entraron estaba
hablando con George.
-Una costilla de cerdo con puré de patatas y de manzanas –dijo el primer hombre.
-Eso no está hecho todavía.
-¿Y para qué demonios lo pone en la lista?
-Ese es el menú que empieza a servirse a las seis –explicó George.
-En ese reloj son las cinco y veinte –dijo el segundo hombre.
-Está adelantado veinte minutos.
-¡Al diablo con el reloj! –dijo el primero- ¿Qué tiene para comer?
-Sandwiches de cualquier clase, jamón o tocino con huevos, carne…
-Yo quiero croquetas de pollo con salsa blanca y puré.
-Eso también pertenece a la comida.
-Todo lo que queremos pertenece a la comida, ¿eh? ¡Bonita manera de trabajar tiene
usted!
-Puedo darles jamón o tocino con huevos, hígado…
-Deme jamón con huevos –dijo el hombre llamado Al. Llevaba un sombrero redondo y
abrigo negro cruzado, un pañuelo de seda al cuello y guantes. Su rostro era pequeño y
blanco y tenía los labios apretados.
-A mí huevos con tocino –ordenó el otro. Era aproximadamente de la misma estatura que
Al. Sus caras eran distintas, pero vestían como mellizos. Ambos llevaban abrigos demasiado
ajustados para sus cuerpos. Estaban inclinados hacia delante con los codos sobre el
mostrador.
-¿Tiene algo para beber? –preguntó Al.
-Silver beer, bevo, ginger ale…
-¡He dicho algo para beber!
-Sólo hay eso que dije.
-Este es un pueblo divertido, ¿no es cierto? –dijo el otro- ¿Cómo se llama.
-¿Lo has oído nombrar alguna vez? –preguntó Al a su amigo.
-No –dijo éste.
-¿Y qué hacen por las noches?
-Comen –replicó su amigo- Vienen aquí a darse la gran comilona.
-Eso es –terció George.
-¿De modo que usted se lo cree? –preguntó Al a George.
-Claro.
-Usted es un vivo, ¿no es cierto?
-Sí –dijo George.
-Bueno. Pues no lo es –dijo el hombre- ¿Qué te parece, Al?
-Es un estúpido –dijo Al. Se volvió hacia Nick- :¿Cómo se llama usted?
-Adams.
-Otro vivo –dijo Al-. ¿No es cierto que es un vivo, Max?
-Este pueblo está lleno de vivos.
George colocó los dos platos sobre el mostrador, uno con jamón y huevos y el otro con
tocino y huevos. Al lado puso dos pequeñas fuentes de papas fritas y cerró la ventanilla
que daba a la cocina.
-¿Cuál es el suyo? –preguntó a Al.
-¿No se acuerda?
-Jamón con huevos.
-¡Qué vivo! –exclamó Max. Se inclinó hacia delante y tomó su plato. Ambos comenzaron
a comer con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué estás mirando? -le dijo Max.
-Nada.
-¿Cómo nada? Me estabas mirando a mí.
-Tal vez el muchacho quería hacerte una broma, Max –dijo Al.
George se rió.
-Usted no tiene que reírse. ¡No tiene que reírse! ¿Entendido?
-Está bien –dijo George.
-¿De modo que piensa que está bien? –Max se volvió hacia Al-. Oye, él piensa que está
bien.
-¡Oh, es todo un pensador! –dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama ese vivo del otro lado del mostrador? –preguntó Al a Max.
-¡Eh, vivo! –dijo Max a Nick-. Vete detrás del mostrador con tu amigo.
-¿Por qué? –preguntó el aludido.
-Por nada.
-Es mejor que vayas –dijo Al. Nick obedeció.
-¿De qué se trata? –preguntó George.
-A usted que diablos le importa. –exclamó Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿Qué negro?
-El que cocina.
-Dile que venga.
-¿Para qué?
-Dile que venga.
-¿Dónde cree que está usted?
-Sabemos muy bien donde estamos –dijo Max-. ¿Acaso parecemos idiotas?
-Hablas como uno de ellos –le dijo Al-. ¿Para qué diablos discutes con el muchacho?
Escucha –dijo a George-. Dile al negro que venga.
-¿Qué van a hacer con él?
-Nada. Usa tu cabeza, vivo. ¿Qué se puede hacer con un negro?
George abrió la ventanilla que daba a la cocina.
-Sam –llamó-. Ven aquí un momento.
Se abrió la puerta de la cocina y apareció el negro.
-¿Qué pasa? –preguntó-. Los dos hombres, con los codos en el mostrador, lo miraron.
-Bueno, negro. Quédate aquí –dijo Al.Sam, de pie, con el delantal blanco lleno de manchas,
miró a los dos hombres.
-Sí, señor –dijo.
Al bajó de su silla.
-Yo me voy a la cocina con el negro y este vivo –dijo-. Vamos a la cocina, negro. Tú síguelo,
vivo.
El hombre entró en la cocina detrás de Nick y Sam. La puerta se cerró tras ellos. Max se
sentó frente a George. No lo miraba, pero sus ojos estaban fijos en el espejo que había
detrás de él a todo lo largo del mostrador.
-Bueno, vivo –dijo Max mirando el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-Y bien, ¿qué pasa?
-¡Eh, Al! –gritó Max-. Este vivo quiere saber qué pasa.
-¿Por qué no se lo dices? –llegó la voz de Al desde la cocina.
-¿Tú qué crees que pasa?
-No lo sé.
-Di lo que piensas, hombre.
Max no apartaba los ojos del espejo mientras hablaba.
-No quiero decirlo.
-¡Eh, Al! Este vivo no quiere decir lo que piensa.
-Te oigo perfectamente –dijo Al desde la cocina. Había abierto la ventanilla por la que
pasaban los platos dejándola trabada con una botella de salsa de tomate-. Escucha, vivo
–dijo a George-. Córrete un poco más hacia la derecha. Y tú, Max, un poco más a la
izquierda-. Procedía como un fotógrafo disponiendo a un grupo para una fotografía.
-Dime, vivo –exclamó max-. ¿Qué crees que va a pasar?
George no dijo nada.
-Te lo diré –dijo Max-. Vamos a matar al sueco. ¿Conoces a ese sueco grande llamado Ole
Andreson?
-Sí
-Viene a cenar aquí todas las noches, ¿no es cierto?
-A veces.
-Y viene a las seis, ¿no?
-Sí
-Sabemos todo eso, muchacho vivo –dijo max-. Hablemos de otra cosa. ¿Va usted al cine?
-De vez en cuando.
-Debería ir más al cine. Las películas son algo muy bueno para un vivo.
-¿Por qué quieren matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo oportunidad de hacernos nada. No nos ha visto nunca.
-Y nos va a ver una sola vez –dijo Al desde la cocina.
-¿Y por qué lo van a matar entonces?
-Por un amigo. Sólo para vengar a un amigo, vivo.
-¡Cállate! –gritó Al-. Hablas demasiado.
-Bueno, es para divertir al muchacho. ¿No es cierto?
George miró el reloj.
-Si entra alguien diga que el cocinero se ha ido, y si quiere quedarse le dice que se cocine
él mismo. ¿Entendido, vivo?
-Está bien –dijo George-. ¡Y qué harán con nosotros después?
-Eso depende –dijo Max-. Es algo que sabrás cuando llegue el momento.
George volvió a mirar el reloj. Eran las seis y cuarto. Se abrió la puerta de la calle y entró
un chófer.
-Hola George –dijo-. ¿Hay comida?
-Sam se ha ido. Volverá en media hora.
-Entonces, volveré.
George miró el reloj. Ahora eran seis y veinte.
-Muy bien, vivo –dijo Max-. Eres un caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza –dijo Al.
-No –dijo Max-. No da para tanto. El muchacho es bueno, me gusta.
A las seis y media George dijo: “No viene”.
Otras dos personas habían entrado en el restaurante. En una ocasión George fue a la cocina
a hacer un sándwich de jamón con huevos para un hombre que quería llevarlo consigo.
Dentro vio a Al con el sombrero echado hacia atrás, sentado al lado de la ventanilla
que daba al bar, con la boca del gran revólver descansando allí. Nick y el cocinero estaban
espalda contra espalda, amordazado cada uno con una toalla. George cocinó los
huevos y el jamón del sándwich, lo envolvió en papel encerado y lo colocó en una fuente.
Salió de la cocina y lo entregó al cliente, que después de pagar se fue.
-Un muchacho vivo puede hacer de todo –dijo Max-. Harás de alguna muchacha una
esposa feliz, muchacho.
-¿Sí? –dijo George-. Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Vamos a darle diez minutos más –dijo Max.
Miró el espejo y el reloj. Las manecillas indicaban las siete; luego las siete y cinco.
-Vamos Al –dijo Max. Será mejor que nos vayamos. No va a venir.
-Dale otros cinco minutos- gritó Al.
Pasados los cinco minutos entró otro hombre y George le dijo que el cocinero estaba
enfermo.
-¿Y por qué no consigue otro cocinero? –preguntó el hombre-. ¿Acaso no es esto un restaurante?
-Vamos Al –dijo Max.
-¿Qué hacemos con los dos vivos y el negro?
-Déjalos.
-¿Te parece?
-Sí. Ya hemos terminado aquí.
-Así no me gusta –manifestó Al-. Sería un error, hablas demasiado.
-¡Oh! ¡Y qué diablos importa! tenemos que divertirnos, ¿no?
-De todos modos, charlas demasiado –dijo Al saliendo de la cocina. El tambor de su
revólver abultaba dentro del estrecho abrigo. Se lo alisó con las manos enguantadas.
-Adiós, vivo –dijo a George-. Tienes bastante suerte.
-Es verdad –afirmó Max-. Deberías apostar en las carreras, vivo.
Salieron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo la luz del farol y cruzar la
calle. Con sus sombreros y abrigos ajustados parecían una pareja de vaudeville. George
entró en la cocina por la puerta de batiente y desató a Nick y al cocinero.
-No me gusta esto –dijo Sam-. No quiero saber nada más de esto.
A Nick nunca le habían tapado la boca con una toalla.
-Oye –dijo-. ¡Qué demonios! -Estaba tratando de hacer creer que no daba importancia a
lo ocurrido.
-Van a matar a Ole Andreson. Lo van a acribillar cuando entre a comer.
-¡Ole Andreson?
-Sí.
El negro se pasaba la punta de los dedos por la boca.
-¿Se fueron? –preguntó.
-Sí, salieron –dijo George.
-No me gusta, no me gusta nada.
-Escucha –dijo George a Nick-. Deberías ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Es mejor que no te metas para nada en esto –intervino Sam-. Mejor que no te metas.
-No vayas tú si no quieres –dijo George.
-Meterse en cosas como ésta no lleva a ninguna parte –insistió el cocinero-. Quédate aquí
tranquilo.
-Voy a verlo –dijo Nick a George-. ¿Dónde vive?
Sam les dio la espalda.
-En la pensión de Hirsch.
-Iré allí.
Afuera, la luz del farol brillaba por entre las desnudas ramas de un árbol. Nick fue calle
arriba caminando por el centro de la calzada y al llegar al otro farol se metió por una
callejuela lateral. Tres casa más allá estaba la pensión. Subió los dos pisos y tocó la campanilla.
Una mujer acudió a abrir.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quiere verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer que subió una corta escalera, yendo luego hasta el fondo de un
corredor. Allí golpeó una puerta.
-¿Quién es?
-Alguien quiere verlo, señor Andreson –dijo la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Entra.
Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Andreson estaba tendido en la cama,
vestido. Había sido boxeador profesional de peso pesado y era demasiado largo para la
cama. Tenía la cabeza apoyada sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-Estaba en el restaurante de Henry cuando llegaron dos tipos. Nos ataron a mí y al
cocinero y dijeron que venían a matarte.
Al contarlo le pareció una tontería. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina –dijo Nick-. Querían acribillarte cuando entraras a comer.
Ole Andreson miró hacia la pared sin decir nada.
-George creyó que era mejor que viniera a decírtelo.
-No puedo hacer nada.
-Te diré como eran.
-No quiero saberlo –dijo Ole. Miró la pared-. Gracias por venir a decírmelo.
-Está bien.
Nick miró al hombre en la cama.
-¿Quieres que vaya a la policía?
-No –dijo Andreson-. No vale la pena.
-¿Puedo hacer algo?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no sea más que una fanfarronada.
-No. No es una fanfarronada.
Ole se dio vuelta hacia la pared.
-Lo malo –dijo hablando en la nueva postura- es que no puedo decidirme a salir. He estado
aquí todo el día.
-¿No puedes salir del pueblo?
-No. Se acabó eso de andar dando vueltas de una parte a otra.
Miró la pared.
-No hay nada que hacer ahora.
-¿Podrías arreglarlo de alguna forma?
-No. Me metí donde no debía –hablaba con la misma voz monótona-. No hay nada que
hacer. Puede que más tarde me decida a salir.
-Bueno, me vuelvo con George.
-Hasta luego –le dijo Ole sin mirarlo-. Gracias por haber venido.
Nick salió. Al cerrar la puerta miró a Ole, tirado vestido en la cama y mirando la pared.
-Ha estado todo el día en su cuarto –dijo la mujer que lo esperaba abajo-. Supongo que
no se siente bien. Yo le dije: señor Andreson., debía salir a pasear en un día tan hermoso.
Pero él no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Lamento que no se sienta bien. Es un hombre muy bueno. Fue boxeador, ¿sabía usted?
-Sí.
-A no ser por la cara, nadie se daría cuenta –dijo la mujer. Estaban hablando con la puerta
de la calle abierta-. ¡Es tan educado!
-Bueno. Buenas noches señora Hirsch –dijo Nick.
-Yo no soy la señora Hirsch. Ella es la dueña. Yo soy la señora Bell, la encargada.
-Bien. Buenas noches, señora Bell.
-Buenas noches.
Nick caminó por la calle oscura hasta la esquina iluminada por el farol y luego por el centro
de la calzada hasta el restaurante Henry. George estaba detrás del mostrador.
-¿Has visto a Ole?
-Sí. Está en su cuarto y no quiere salir.
El cocinero abrió la puerta de la cocina, desde donde había oído la voz de Nick.
-No quiero ni oírlo –dijo y cerró la puerta.
-¿Se lo has dicho?
-Sí, se lo he dicho. Pero él sabe lo que ocurre.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo matarán.
-Supongo que sí.
-Debe haber tenido algo en Chicago.
-Me imagino –dijo Nick.
-¡Qué lástima!
-¡Es horrible!
Callaron. George tomó un trapo y limpió el mostrador.
-¿Qué habrá hecho?
-Habrá traicionado a alguien. Ellos matan por eso.
-Me voy a ir de este pueblo –dijo Nick.
-Sí, harás bien.
-No puedo soportar la idea de verlo en su cuarto esperando y sabiendo lo que va a pasar.
¡Es demasiado horrible!
-Bueno –dijo George-. Mejor es no pensar en eso.
(Los cuentos de Malabia)

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